miércoles, 5 de diciembre de 2007

Hay algo que no estamos haciendo bien...

Esta mañana ha llegado hasta mis manos un cuento, de esos que tienen moraleja. Es una fábula sencilla, de las que dan que pensar.
Quizá estaba especialmente sensible al mensaje del cuento porque estoy en medio de un libro muy interesante, "Un puente sobre el Drina", que habla de lo que evoluciona y de lo que se mantiene inmutable en una pequeña ciudad bosnia a orillas de un río en la que se mezclan las culturas orientales y las occidentales. Dejo la reflexión sobre el libro para otro día.

Aquí está el cuento. Disfrutadlo.

Un hombre de negocios norteamericano estaba en el embarcadero de un pueblecito costero de México cuando llegó una barca con un solo tripulante y varios soberbios atunes. El norteamericano felicitó al mexicano por la calidad del pescado y le preguntó cuánto tiempo había tardado en pescarlo.
El mexicano replicó: Oh! Sólo un ratito.
Entonces el norteamericano le preguntó por qué no se había quedado más tiempo para coger más peces.
El mexicano dijo que ya tenía suficiente para las necesidades de su familia.
El norteamericano volvió a preguntar:
- ¿Y qué hace usted entonces con el resto de su tiempo?
El mexicano contestó:

- Duermo hasta tarde, pesco un poco, juego con mis hijos, duermo la siesta con mi mujer, voy cada tarde al pueblo a tomar unas copas y a tocar la guitarra con los amigos. Tengo una vida plena y ocupada, señor.
El norteamericano dijo con tono burlón:
- Soy un graduado de Harvard y le podría echar una mano. Debería dedicar más tiempo a la pesca y con las ganancias comprarse una barca más grande. Con los beneficios que le reportaría una barca más grande, podría comprar varias barcas. Con el tiempo, podría hacerse con una flotilla de barcas de pesca. En vez de vender su captura a un intermediado, se la podría vender al mayorista; incluso podría llegar a tener su propia fábrica de conservas. Controlaría el producto, el proceso industrial y la comercialización. Tendría que irse de esta aldea y mudarse a Ciudad de México, luego a Los Ángeles y finalmente a Nueva York, donde dirigiría su propia empresa en expansión.
- Pero señor, ¿cuánto tiempo tardaría todo eso?
- De quince a veinte años.
- Y luego ¿qué?
El norteamericano soltó una carcajada y dijo que eso era la mejor parte:
- Cuando llegue el momento oportuno, puede vender la empresa en bolsa y hacerse muy rico. Ganaría millones.
- ¿Millones, señor? Y luego ¿que?
- Luego se podría retirar. Irse a un pequeño pueblo costero donde podría dormir hasta tarde, pescar un poco, jugar con sus nietos, hacer la siesta con su mujer e irse de paseo al pueblo por las tardes a tomar unas copas y tocar la guitarra con sus amigos.


De ser yo el mejicano, lo tendría muy claro y le diría que se fuera con viento fresco (y no porque el otro sea norteamericano y yo mejicano ;-) ). Si el aliciente de una vida desenfrenada es una vida sencilla y dulce... ¿por qué no disfrutar de esa vida sencilla y dulce el máximo tiempo posible si ya se puede disfrutar de ella con lo que se tiene? ¿De qué vale el desenfreno?

Es cierto que el cuento es simplista -- ¿qué pasará con la vida del mejicano si se acaban los atunes, sus hijos crecen o su mujer se va con otro? -- pero el fondo sigue estando vigente incluso si el mejicano es de los previsores y pesca algún atún de más, reduce el tiempo que pasa en el pueblo (porque jugar con los hijos y la siesta con la mujer son sagrados) y se dedica a hacer conservas de atún, por si acaso.

No sé cómo y no sé quién ha conseguido meternos en la cabeza esas ideas de actividad ilimitada, vida a tope... y jubilación idílica cuando estás a punto de no poder disfrutar de la vida. Es una idea muy "yankee", pero nuestra cultura lleva adoptando estas máximas durante las últimas décadas.

Yo no quiero tener muchas cosas y mucho dinero para ser feliz. Yo quiero ser feliz. Y punto. Y para eso no hacen falta muchas cosas, ni mucho dinero. Hace falta personas a las que querer, y tiempo para quererlas. Y lo justo para vivir dignamente y darte tus pequeños caprichos.

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